Por Pegaso
Me invade la cólera, me corroe la indignación.
Ayer, poco después de terminar de escribir la columna, me llegó un mensaje por WhatsApp.
Era una buena amiga de la prepa quien me dijo muy triste que su hijo resultó herido de bala en una de las últimas situaciones de riesgo que ocurrió frente al Instituto Tecnológico de Reynosa.
Un nuevo caso de daño colateral.
Me pidió consejo de qué es lo que debía hacer, ya que los gastos de hospitalización fueron muy elevados; le proporcioné el teléfono de Geovanni Barrios, activista por los derechos de las víctimas y actualmente Consejero Estatal del organismo que se supone debe intervenir en casos como estos para subsanar -de perdida- los gastos generados por los hechos violentos que ocurren casi a diario y en cualquier parte de la ciudad.
Sentado aquí, en mi mullido cumulonimbus, no dejo de pensar en una frase que leí recientemente en una colaboración del destacado jurista reynosense, doctor en derecho, Heberardo González Garza (Heberardo con H), con respecto a la banalidad del mal.
La banalidad del mal ocurre cuando los actos ilegales se vuelven costumbre y los vemos como algo normal. Se hacen banales.
Pienso que la violencia, la pérdida de valores, el valemadrismo se han convertido en parte de nuestra esencia y por eso no nos damos cuenta de la manera en que nos estamos disgregando como sociedad.
Si nos echamos una vueltecita allá, por la zona centro, específicamente por las calles 16 de Septiembre, Pino Suárez, Aldama y Escobedo, veremos cómo hay decenas de casas abandonadas y en estado lamentable, porque la delincuencia se ha adueñado de todo.
Cuando ocurre una balacera, encogemos los hombros, torcemos la boca y volteamos los ojos hacia otro lado como diciendo: No es mi asunto, está muy lejos, no me afecta.
Pero en ocasiones, cuando una bala perdida impacta en la cabeza de un joven estudiante, hijo de una familia honorable, con muchos sueños qué cumplir, vuelve a surgir la indignación desde lo más profundo de nuestro ser.
Apenas unos días antes ocurrió en la Ciudad de México el asesinato de otro estudiante llamado Norberto Ronquillo.
El joven fue secuestrado presuntamente por policías y asesinado después que se pagó el rescate.
Todo eso ya lo vemos como algo normal. La banalidad del mal.
Esa condición humana ya fue analizada desde hace mucho tiempo por estudiosos como Hannah Arendt (1906-1975).
La frase proviene del juicio que se le siguió a Adolf Eichmann por genocidio contra el pueblo judío durante la Segunda Guerra Mundial.
La banalidad del mal, en Reynosa, particularmente, se evidencía con frases como: «Me vale madre», «A mí que me esculquen» o «Que se chinguen».
Situaciones que en los ochenta y noventa nos podían escandalizar o ponernos los pelos de punta, son ahora parte de nuestra realidad cotidiana, y lo vemos con la más absoluta naturalidad.
Novelas que se transmiten en horario estelar, haciendo apología del narcotráfico y el crimen, narcocorridos que todo mundo canta o tararea, música estridente y cacofónica que se escucha en la radio, palabras que antes era tabú pronunciar en público, señales de manos que identifican a los delincuentes, tatuajes de la Santa Muerte en todo el cuerpo, ahora son algo normal.
Con estas reflexiones, nos quedamos con el inefable refrán estilo Pegaso: «Observar para dar credibilidad». (Ver para creer).