Por Pegaso
Si usted-¡sí, usted que me está leyendo!- es de origen chino, mejor sáltese hasta el final donde dice: “Ahora los dejo con el refrán estilo Pegaso: “Me mantuve como el individuo de raza sinense, únicamente obselvando”. (Me quedé como el chinito, nomás milando).
Ahora, que si es masoquista, siga leyendo esta vituperable colaboración que trata precisamente de los exóticos gustos gastronómicos de los ojos de rendija.
Pera empezar, diré que la cultura occidental veía con horror, hasta hace pocos años, que los chinos se comen a los perros, gatos y todo tipo de mascotas que nosotros tenemos en nuestras casas.
Mientras los gringos duermen con sus perros en la cama, les dan la mejor alimentación, los bañan con champús caros y les dan besos de lengüita, los chales prefieren prepararlos al wok y saborearlos con harto jengibre, ajo y salsa de soya.
La cosa hasta ahí está bien, porque recordemos que nuestros ancestros, los aztecas, engordaban a unos perritos pelones y feos llamados xoloscuintles para hacerlos en barbacoa.
En China, ante el exagerado crecimiento poblacional, allá por los años cincuenta o sesenta, el gobierno comunista, al ver que la gente se iba al monte a traer animales exóticos para su consumo, decidió legislar para hacerlo legal.
¿Y qué pasó después? Comenzaron a abundar las pequeñas granjas de lobos, osos, víboras, zorrillos, murciélagos, pangolines y todo tipo de criaturas que abundaban en la montañosa geografía de aquel país.
El pangolín, por ejemplo, es hasta ahora el animal que más se caza y comercializa en China por sus propiedades medicinales. Según dicen, su sangre sirve para aliviar varias enfermedades, al igual que el polvo de sus escamas.
Luego de ese primer paso, vinieron los llamados “mercados húmedos”. Un mercado húmedo es donde se venden animales vivos que ahí mismo se sacrifican y se preparan. Mientras llega el momento de cortarles el pescuezo, los apilan en jaulas, unos encima de otros y el de arriba defeca sobre el de abajo, dando un aspecto asqueroso y generándose olores terribles.
Los chinos comen toda esa porquería, cocinada o cruda.
En un momento dado, entre noviembre y diciembre del 2019, alguien pidió una exquisita sopa de murciélago o un rico estofado de pangolín y ¡zaz! el virus corona pasó al ser humano y de ahí, al resto del mundo.
Fuera del ámbito gastronómico, a mí la cultura china me fascina. Fueron los inventores de la pólvora, la brújula, la imprenta y muchos otros artilugios que hoy gozamos.
Sin embargo, su sentido gastronómico me espanta, y bien sabemos que muchas de las amenazas virales que han azotado al mundo en las últimas décadas, han salido de las grandes concentraciones urbanas de aquel país oriental.
Si obviamos por un momento otras teorías, como la posibilidad de una guerra biológica entre Estados Unidos y China, o la política maltusiana de darle una rasuradita a la Humanidad al estilo de Thanos, podemos quedarnos con la peligrosa afición de la gente amarilla por comer cualquier cosa que se mueva, como origen de la calamidad que hoy nos abruma.
Ahora los dejo con el refrán estilo Pegaso: “Me mantuve como el individuo de raza sinense, únicamente obselvando”. (Me quedé como el chinito, nomás milando).