Por Pegaso
Nuestra historia transcurre en la Reynosa rural de mediados del siglo pasado.
Después de trabajar la tierra durante largas jornadas, un campesino del ejido El Grullo obtuvo una buena cosecha de sorgo, así que decidió ir al pueblo a vender su mercancía.
Iba feliz, pues pensaba llegar al mercado y después quedarse un buen rato a divertirse en la feria, que era una de las más alegres y tradicionales.
Así lo hizo. Rentó un pequeño espacio en el Centralito y se dispuso a regatear con aquella buena gente. Al final de la jornada, obtuvo una jugosa ganancia, como cincuenta pesos de aquella época.
Con la idea de pasar una tarde amena, se dirigió a la feria donde adquirió su boleto de entrada y después se fue al palenque para apostar algo de dinero a su gallo favorito.
Tras disfrutar de una sabrosa birria y unas cervezas bien frías, empezó a sentirse alegre.
En eso estaba, cuando un vecino de El Charco, conocido suyo, se sentó a la mesa.
-Estás tomando mucho, compadre-le dijo.
-La ocasión lo vale. Vendí bien mi cosecha de sorgo y ahora estoy celebrando. Siéntate a echarte un trago.
Así lo hizo. El amigo pidió a su vez una cerveza y empezaron a charlar animadamente.
-¿Y qué?-le volvió a decir el amigo. ¿Piensas quedarte en el pueblo?
-No. Tengo que llegar esta misma noche al rancho porque muy temprano debo sacar las vacas del establo.
-Pues ten cuidado, porque dicen que en ese camino espantan, y además, tú ya andas muy tomado.
-¡Pues yo no le tengo miedo ni al diablo!-contestó. Y levantándose trabajosamente pidió la cuenta.
Su amigo lo despidió a las afueras del pueblo. El ranchero con dificultad pudo montar su caballo y empezó a caminar hacia su distante rancho por aquel solitario camino. Los perros ladraban cuando finalmente dejó atrás las últimas casas.
Tenía que pasar por un desolado monte, así que dejó que su caballo siguiera su marcha mientras tarareaba una canción con voz tartajosa.
Iba pasando por una parte solitaria que hoy se conoce como ejido Las Anacuas, cuando escuchó a lo lejos el llanto de un niño pequeño.
Conforme se iba acercando, se escuchaba con mayor claridad, hasta que tuvo a la vista el pequeño bulto.
-¡Qué barbaridad!-pensó. Alguna madre desconsiderada que abandonó a su hijo, con peligro de que los coyotes se lo coman.
Así pues, se apeó de la cabalgadura y se dirigió con pasos vacilantes hasta donde el niño seguía llorando.
Tomó el diminuto bulto que estaba en una canasta de mimbre y abrió la frazada que lo envolvía.
El pequeño dejó de llorar, mientras recorría con sus ojos el rostro de aquel extraño. Su carita empezó a dibujar una sonrisa, mientras movía sus regordetas manos.
-Vámonos de aquí. Debes tener mucho frío. Mañana buscaremos a tu mamá para que te dé de comer.
Como pudo, subió al corcel con su preciosa carga.
Faltaban unas cuantas leguas para llegar a su rancho y ya se veían a lo lejos las luces de su jacal, cuando el hombre levantó nuevamente la colcha para ver el pequeño rostro.
Viéndolo fijamente a los ojos, el niño se llevó una mano a la boca para enseguida decirle al ranchero: “¡Mira, papá, ya tengo dientitos!”, mostrando unos tremendos colmillos que hicieron que se le quitara de un jalón la borrachera.
Dicen que esto realmente ocurrió y que el labrador ya no fue el mismo, porque había cargado al hijo del mismísimo chamuco.