Por Pegaso
Andaba yo volando allá, por el frío espacio sideral, esperando el momento en que se podrá exhibir en las salas cinematográficas la tan ansiada película “Malandro”, con la actuación estelar del doctor Poncho De León, mientras pensaba cómo la histeria colectiva se ha adueñado del corazón de los reynosenses.
Recuerdo todavía las últimas semanas de junio, cuando nuestro municipio era uno de los menos afectados por el coronavirus.
En ese momento teníamos menos de trecientos casos, mientras que en Ciudad Victoria, Matamoros y Tampico ya rebasaban los seiscientos.
De pronto, desde la Ciudad de México, la Secretaría de Salud emitió un funesto decreto para retornar a la Nueva Normalidad y ¡zas! se dispararon los casos en unos cuantos días, y actualmente Reynosa ocupa el primerísimo lugar en Tamaulipas en cuanto a casos de COVID-19 y muertes asociadas.
Los hospitales se llenan de enfermos, los familiares de contagiados andan de un lado a otro, buscando algún médico que se atreva a atenderlos o tratando de comprar oxígeno a precio de oro.
Y mientras eso ocurre, la rumorología causa un daño terrible, porque nos provoca mayor desinformación y nos apendeja más de lo que ya estamos.
Me decía un amigo, por ejemplo, que a estas alturas el virus ya está en el aire. Otro me afirmaba que el medio ambiente ya está envenenado y que resulta peligroso salir a las calles sin tapabocas, careta, gogles para los ojos y traje de astronauta.
En parte tienen razón. Cuando alguien enfermo escupe en la calle, la saliva se seca con el calor del sol, se vuelve polvo y posteriormente, cuando hay alguna racha de viento, se levanta y se incorpora a las partículas de polvo.
Pero no hay que alarmarse. Son sólo unas cuantas partes por millón, como ocurre con el virus de la gripa.
De modo que respirar al aire libre aún no representa una completa seguridad de que enfermaremos de coronavirus. Eso sí, cuando salgamos a la calle, hay que llevar el cubre boca y si se puede, careta o guantes, observar la sana distancia, lavar la ropa que usamos con abundante jabón y desechar la basura en bolsas cerradas, para evitar futuros contagios.
Todo este panorama de psicosis colectiva me recuerda una canción de Emmanuel, de allá, de la década de los ochenta o noventa:
“La séptima luna/
era aquella de Luna Park./
El crepúsculo avanzaba/
de la feria al bar./
Mientras tanto el ángel santo blasfemaba/
la polución que respiraba./
Musculoso, pero frágil,/
pobre ángel, pobres alas./
Me daba algo de mieditis porque cuando la escuchaba en el radio mi fértil imaginación me transportaba a un mundo posapocalíptico, con el aire envenenado y las violentas tribus urbanas acechando en cada esquina.
La segunda luna/
el pánico sembró entre los gitanos./
Hubo alguno que incluso/
se amputó un dedo./
Otros fueron hacia el banco/
a hacer alguna operación/
¡pero qué confusión!/
La mayor parte de ellos/
con sus hijos y sus perros/
corrieron a la estación.
Sin embargo, el poema compuesto por algún compositor aficionado a la ciencia ficción nos da esperanzas:
La última luna/
la vio solo un recién nacido,/
con ojos hondos, negros, redondos/
y no lloraba./
Con grandes alas tomó la luna/
entre sus manos, entre sus manos./
salió volando por la ventana/
era el hombre del mañana.”/