La tensión entre Estados Unidos y Corea del Norte está alcanzando su punto de ebullición. Tras detonar a principios de septiembre una bomba de hidrógeno en el subsuelo, el régimen de Pyongyang tensó las cuerdas al probar un misil balístico en cielo japonés y anunciar poco después que pretendía hacer un ensayo atmosférico de su mayor arma de destrucción masiva.
Fiel a su estilo, Trump respondió elevando el tono. Amenazó ante la Asamblea General de la ONU con “destruir completamente” Corea del Norte, ordenó una potente tanda de sanciones y remató el cerco con el envío de bombardeos B-1B, con capacidad nuclear, a las proximidades de la frontera.
A cara de perro, estas demostraciones de fuerza vinieron acompañadas de una escalada verbal que retrata a sus protagonistas. Mientras Trump caricaturizó al Líder Supremo de “hombre cohete en misión suicida”, Kim Jong-un llamó al presidente de la nación más poderosa del mundo “viejo chocho y desequilibrado”, y su ministro de Exterior afirmó que tomaba las palabras del mandatario estadounidense como una “declaración de guerra”.
En este escenario, más propio de una mala comedia que de un conflicto con armas nucleares de por medio, se hizo una luz el sábado pasado cuando el secretario de Estado, Rex Tillerson, admitió que Estados Unidos y Corea del Norte mantenían tres canales de comunicación abiertos y que incluso se estaba sondeando la disposición de Kim Jong-un a abrir conversaciones sobre el programa atómico. “Lo estamos evaluando, así que permanezcan atentos”, avanzó un prometedor Tillerson.
Sus palabras venían avaladas por un contexto favorecedor. Estaba de visita oficial en China, el país que absorbe el 90% de las exportaciones de Corea del Norte y que en las últimas semanas ha virado hacia posiciones cada vez más duras con Pyongyang. No solo ha votado en la ONU a favor del embargo a las exportaciones norcoreanas de textil y la limitación del suministro de crudo, sino que unilateralmente ha anunciado nuevas restricciones a las ventas de combustible a su vecino y ha concedido un plazo de 120 días a las empresas y joint-ventures norcoreanas para que cesen sus actividades en el territorio chino.
Pero esta estrategia de presión sancionadora y apertura de conversaciones que preconiza el Departamento de Estado ha chocado ahora públicamente con el escepticismo del presidente. Sus tuits, una vez más, tiran por la borda los esfuerzos diplomáticos de sus colaboradores o por lo menos los ridiculizan. La idea de que toda conversación es estéril y de que solo la mano dura dirimirá el pulso está profundamente anclada en Trump.