Por Pegaso
Amanece.
Cantan los gallos y los perros ladran, persiguiendo a un paisano en bicicleta que circula por una estrecha callejuela.
En el interior de la humilde vivienda se enciende una luz. Es mi dueño. Se ha despertado y se apresta a comer algo para empezar el trajín diario.
Sale al patio donde me encuentro, vierte algo de maíz en un recipiente metálico y tomo aquel frugal alimento.
Acto seguido, me acerca al carretón y me ciñe con una correa de cuero. La pasa por debajo de mi vientre y la fija bien con la hebilla.
Estamos listos a partir. Sube al carromato acompañado por un mocoso maloliente y un perro lleno de sarna.
Toma su chicote confeccionado con una reata y golpea mis enancas. Duele.
Tomo un primer impulso y las ruedas empiezan a girar.
Es un día como muchos otros.
Un nuevo chicotazo me hace acelerar la marcha, y otro, y otro más. La subida es empinada y las calles accidentadas, pero mis fuerzas son suficientes para jalar el vehículo que en estos momentos es ligero.
Nos detenemos. Mi dueño toca la puerta de una casa y aparece una mujer en fachas, con pantuflas de felpa, tubos en la cabeza y una crema verdosa y amarilla en la cara.
Le entrega unas monedas y él se apura a levantar el tanque de plástico negro que hay a un lado, amarrado con una cadena.
Vierte el desagradable contenido en la caja del carretón y proseguimos la marcha. Durante horas, esa escena se repite. De vez en cuando puedo repostar bajo la sombra de algún árbol o degustar el verde pasto que se me ofrece en un patio baldío. Son gajes del oficio. Mi estómago tiene que estar lleno para seguir adelante.
-«¡Arre, caballo!»,-dice mi amo.
Seguimos. Un latigazo más. Fuerte. Arde. Ayer mi dueño me untó un ungüento que calmó un poco el dolor de aquella vieja herida. Cada golpe de látigo la abre un poco más. ¿Es así la vida de los caballos?
De vez en vez pasan ante mis ojos las imágenes de otros equinos, igualmente castigados, igualmente sojuzgados por la mano del hombre.
Han pasado muchos años y mis fuerzas ya no son las mismas.
Me canso con mucha facilidad, pero el látigo sigue fustigando mis carnes. Mi dueño, ya canoso y con grandes surcos en el rostro, cada día está más amargado, cada día refunfuña más y desahoga su frustración sobre mí.
El niño harapiento ha crecido. El perro murió de inanición y otro can escuálido ahora nos sigue a todas partes.
Me siento desfallecer. ¡Maldito carretón! ¡No puedo jalarlo porque me faltan las fuerzas! ¡Y ese insufrible látigo!
Siento que es mi fin. Caigo al duro suelo cubierto por pedazos de caliche.
El viejo trata inútilmente de revivirme a punta de latigazos, pero mis músculos no responden, a pesar del intenso dolor.
Siento los ojos pesados…, al fin voy a descansar.