Por Pegaso
Acá, desde mi búnker, encerrado a piedra y lodo para evitar que entre el coronavirus, rodeado por toneladas de papel sanitario, cubrebocas y gel bactericida, me he dado a la tarea de investigar sobre el comportamiento de este patógeno que ha puesto de cabeza al mundo.
Ya sabía yo algo de los virus, porque sí puse atención a las lecciones que nos daban los maestros en el CBTIS 7, en mi ya lejana mocedad.
Cada cepa de virus sigue un ciclo, como ocurre con el resto de los seres vivos que habitan en este planeta: Nace, se reproduce y muere.
Lo que pasa es que algunos han aprendido a adaptarse a las condiciones medioambientales y con el paso del tiempo, mutan.
Entonces, viene una nueva cepa que se reproduce, llega a un clímax y desaparece. Y así, sucesivamente.
Los seres humanos debemos acostumbrarnos a lidiar con ese tipo de bichos, porque después del SARS, vino el AH1N1 y después el COVID-19, y luego vendrán otros más, en una carrera armamentista con la industria farmacológica internacional.
Hace más de dos siglos y medio, un matemático alemán nos mostró un modelo matemático que es común a todo tipo de fenómenos, desde la medición demográfica hasta el desarrollo de virus y bacterias.
La Campana de Gauss describe con mucha exactitud cómo surgió el primer brote, la forma en que se multiplicaron los casos y cómo decayó en China, cuando el Gobierno de ese país instrumentó medidas drásticas para combatir la enfermedad.
En ese país oriental ya se completó la Campana de Gaus. Sin embargo, en países europeos y americanos, apenas empieza, como si se tratara de una onda expansiva. En una o dos semanas más alcanzará su máximo en el viejo continente y luego seguirá con América, donde nos encontramos nosotros.
Es significativo que más del 80% de los casos de COVID-19 ocurran por arriba del paralelo 22, arribita del Trópico de Cáncer.
Las medidas sanitarias que se tomaron en la mayoría de los países, sólo acortará la longitud y amplitud de la Campana de Gaus en el desarrollo de esta cepa viral.
Podríamos imaginar que si no se hiciera nada, el coronavirus invadiría pronto los pulmones de casi toda la Humanidad, a excepción de los pocos que pudieran ser inmunes.
En ese caso, la mortandad sería de aproximadamente el 5% de la población mundial, y el resto se recuperaría como sucede con cualquier otra infección por virus.
Finalmente, la cepa se debilitaría y terminaría por desaparecer, hasta la aparición de la siguiente variedad mutante y nuevamente, se iniciaría el ciclo.
El COVID-19 no es más peligroso que otras enfermedades, ni más mortífero, ni se propaga más rápido.
Lo que ha causado el pandemónium que estamos viviendo es el miedo.
El miedo es la causa de que los mercados estén colapsando y que nos refugiemos en nuestras casas como si de búnkers se tratara.
Los gringos, mitómanos y maniáticos como son, han construido fortalezas bajo de sus casas y llevado alimentos enlatados para varios años.
Ahí se esconden como topos hasta que pase todo el peligro.
El resto del mundo espera que la etapa de mayor virulencia pase pronto, para poder volver a la normalidad.
Va el refrán estilo Pegaso: “Pretendes atemorizarme con la frazada del difunto”. (Me quieres asustar con el petate del muerto).