Por Pegaso
Eran pasaditas de las doce.
Aquel pordiosero empezaba a sentir la privación de alimentos y su sistema digestivo se lo recordaba a cada minuto con los sordos sonidos que genera el movimiento peristáltico.
No traía ni un penique en la bolsa, así que su angustia crecía a cada momento, mientras llegaban a su debilitada mente las ideas para obtener una comida decorosa y además, gratuita.
Educado en Pondicherri, el vagabundo se dirigió hacia el barrio más exclusivo, donde las casas solariegas abundaban y los amplios techados daban una imagen de próspera felicidad.
En el camino encontró una lustrosa piedra. Tomóla y arrojóla al interior de su astroso zurrón.
Tocó la primera puerta que halló a su paso y después de insistir, salió una fámula que vestía con pulcro uniforme negro.
-¿Qué es lo que desea, caballero?-le preguntó la mujer.
-Hermosa y encantadora dama-le respondió. Le ruego, por favor, que me permita un momento su cocina para poder preparar esta apetitosa piedra que traigo conmigo.
Picada por la curiosidad, la sirvienta fue con su patrona y le transmitió la extraña y nunca vista petición.
-Hágalo pasar al porche, Petronila-pidió la dueña, también azuzada por la curiosidad, como todas las féminas.
Pasó al porche el pordiosero. La patrona lo cuestionó acerca de su idea de cocinar una piedra y éste la sacó del morral.
-Efectivamente, madame-le dice. Mi deseo es degustar esta deliciosa piedra, preparada con una receta que me transmitió un famoso chef francés. Por supuesto, si usted me permite utilizar su cocina.
Al ver el rostro serio y la manera tan educada en que el sujeto se dirigía a ella, decidió prestarle su cocina.
-Pase, buen hombre. Puede tomar los ingredientes que quiera de la alacena.
Queriendo ver cómo preparaba la piedra y más aún, cómo podría comerla, le facilitó el espacioso recinto culinario y de inmediato el individuo procedió a elaborar el anunciado platillo.
Púsose una filipina, un gorro de cocinero y un delantal que halló en un cajón. Limpió cuidadosamente la piedra con un cepillo, aplicóle abundante jabón y ésta quedó completamente limpia.
Posteriormente sacó varias legumbres del amplio frigorífico: Zanahorias, coles de Bruselas, ajo, tomate, cebolla, tomillo, echalotte y zuchinni. Tomó mantequilla, nata de leche, pimienta negra entera y un vino Chianti, cosecha 1977, su favorita. Con todos los ingredientes a la mano, comenzó a cortar en brunoisse las zanahorias, a picar el ajo finamente, en pluma las cebollas y el echalotte, y en concasé los tomates.
En la cazuela, a fuego alto, vertió un cuarto de mantequilla y después agregó los vegetales, con los condimentos al gusto y una porción generosa de vino tinto. Luego colocó la pesada piedra en la sartén.
La patrona, desde el quicio de la puerta, veía cuán habilidosamente manejaba el vagabundo los utensilios de cocina y cómo los olores deliciosos empezaban a llenar aquella parte de la casa.
Finalmente, una vez que consideró que la salsa estaba a punto, apagó el fuego y tomó un amplio platón, decorado con finos motivos florales, una copa de cristal veneciano y un juego de cubiertos de plata.
Sentóse en la lujosa mesa, una vez que se despojó de la filipina y el delantal, tomó un largo baguette de crocante cubierta y esponjoso migajón, y procedió a degustar aquel opíparo manjar.
La patrona esperaba que en cualquier momento el vagabundo comenzara a partir la piedra, lo que se le antojaba increíble y digno de ver.
Sin embargo, el hombre no parecía tener interés en el guijarro. Más bien saboreaba la espesa y deliciosa salsa, sopeándola con su baguette, hasta que el plato quedó limpio, con la piedra en medio.
Al ver que la piedra seguía intacta, la mujer le preguntó: ¡Óigame! ¿No que se iba a comer usted la piedra?
Y le contesta el falaz individuo: “No, madame. Esa pienso dejarla para la cena”. FIN.