Tampico, Tamps.- En la mesa de diálogo del programa “Tarde de Café” transmitido
por streaming, la pedagoga en formación Lucía Mercedes Espinoza Del Ángel dejó
al descubierto un fenómeno que, aunque evidente, parece normalizado: el abuso
cotidiano del teléfono móvil. Su interlocución franca, acompañada de ejemplos
personales y referencias históricas, abrió una ventana para analizar un problema
que ha rebasado fronteras generacionales y que ya muestra costos sociales,
emocionales y educativos de fondo.
A lo largo de la charla, Espinoza Del Ángel insistió en la necesidad de asumir
responsabilidad adulta ante una herramienta tecnológica que —reconoce— es
extraordinaria, pero cuyo uso sin límites está deteriorando hábitos, vínculos y formas
de convivencia. “Es magnífico el celular, es magnífica la tecnología… El detalle es
que aprendamos a saber utilizar cada herramienta”, dijo con énfasis, planteando un
debate que exige matices y decisiones de fondo en hogares y escuelas.
HERRAMIENTA EXTRAORDINARIA QUE NO SUPIMOS LIMITAR
La pedagoga parte de un reconocimiento: el teléfono móvil es una innovación que
transformó la vida cotidiana. Recuerda que el primer aparato, el Motorola DynaTAC
8000X, presentado en 1973 por Martin Cooper, pesaba un kilogramo y medía 25
centímetros. De aquel dispositivo monumental al smartphone actual hay una
distancia tecnológica abismal. “Hoy los tenemos de bolsillo prácticamente”, observa
Espinoza Del Ángel, subrayando que su potencia actual ha convertido al celular en
una extensión del cuerpo humano.
Sin embargo, esa evolución trajo una dependencia que la sociedad no ha sabido
administrar. En la charla relató cómo, a finales de los noventa, los teléfonos eran
estrictamente una herramienta de trabajo, un medio para estar localizable. Hoy, en
contraste, niños de tres o cuatro años manipulan tabletas y smartphones con
absoluta naturalidad, sin mediación adulta y sin conciencia de los efectos que
produce su uso prolongado.
“No hemos puesto límites y hemos excedido, valga la redundancia, el uso de los
celulares”, lamentó. La tecnología, dijo, no es el problema; el punto crítico es la
ausencia de regulación en los hogares y la permisividad con la que se ha
normalizado el uso indiscriminado de dispositivos como un “niñero digital” que
sustituye la presencia emocional de los padres.
LA DESCONEXIÓN EN UN MUNDO HIPERCONECTADO
El impacto más evidente del uso excesivo del celular, según Espinoza Del Ángel, es
el deterioro de la convivencia familiar y de las interacciones humanas básicas.
“Prácticamente ya no estamos conversando con la persona de al lado”, señaló. Los
rostros inclinados hacia la pantalla forman parte del paisaje cotidiano: parejas que
no hablan en los restaurantes, familias que comen sin mirarse, alumnos que
responden por inercia sin escuchar, adultos que confunden disponibilidad con
productividad.
La pedagoga detalló efectos físicos, emocionales y sociales: trastornos del sueño
por el uso nocturno, dolores musculares por mala postura, déficit de atención en
jóvenes y adultos, y una pérdida progresiva de habilidades comunicativas. Citó
estudios que muestran cómo las personas introvertidas se sienten más libres para
expresarse a través de la pantalla, pero esa “libertad digital” también alimenta fobias
sociales y la incapacidad para sostener diálogos cara a cara.
“Estamos perdiendo el contacto físico… ¿no es importante?”, se le preguntó. Las
emociones, explicó, requieren presencia, mirada y voz; la interacción humana no se
aprende en pantallas, sino en la práctica cotidiana.
La consecuencia, afirma, es una generación que puede socializar en redes globales,
pero se paraliza frente a la presencia real de otra persona. No se trata de demonizar
la tecnología, sino de recuperar habilidades básicas que se están diluyendo en la
era de la inmediatez.
LÍMITES, CONCIENCIA Y PEDAGOGÍA
Para Espinoza Del Ángel, el primer paso para revertir el problema es reconocer el
papel del adulto como guía. “No culpemos a los hijos; veamos qué estamos
haciendo nosotros”, insistió. La clave, dijo, está en establecer reglas claras y
coherentes que enseñen a los menores a autorregularse.
Enumeró prácticas que aplica en casa:
— Revisión periódica del contenido que consumen sus hijas.
— Autorización previa para descargar aplicaciones.
— Prohibición absoluta de dispositivos electrónicos en la mesa durante los
alimentos.
— Organización de tiempos: “Más tarde, con calma, dedicó unos 5 o 10 minutos a
contestar mis pendientes”.
En los casos en que la familia ha perdido el control por completo, Espinoza Del
Ángel reconoce que a veces las medidas deben ser drásticas: retirar el celular por
periodos prolongados o desconectar el internet del hogar para reiniciar hábitos.
Criticó la costumbre de otorgar el celular “para que el niño no moleste”, porque esa
estrategia —advirtió— rompe la conexión emocional entre padres e hijos. El niño
llora, no por capricho, sino porque intenta integrarse a su manada; si la respuesta es
un dispositivo, el mensaje implícito es la desconexión afectiva. “Hay una
desconexión emocional”, puntualizó.
Durante el diálogo se recurrió incluso a referentes teóricos: María Montessori,
Jerome Bruner y Daniel Goleman. Espinoza explicó que los menores deben
aprender a verbalizar lo que sienten; si no se les acompaña, desarrollan habilidades
tecnológicas pero no habilidades sociales. “La tarea del adulto es ayudarles a tomar
conciencia del uso que hacen del dispositivo, del tiempo que invierten y de las
emociones que experimentan mientras están frente a él”, concluyó.
