Por Pegaso
Allá, en mi muy lejana infancia, la colonia “El Chaparral” era un barrio bravo.
Eran los tiempos de las pandillas, donde los chavos no podían ir a echar novia a la Aquiles Serdán porque salían apedreados, y viceversa.
De los cuates que había cerca de la casa de mis padres, me acuerdo de “El Tuerto”, “El Chinicas”, “La Pili” y “El Cagao”.
Cuando íbamos a jugar una cascarita a La Labor, a La Aduana o al llano del río, solamente se oían los apodos: “¡Pásamela, Pili!¡Tú la tienes, Cagao!¡Chútala, Tuerto!”
Los sobrenombres o apodos nos acompañan desde nuestra niñez. Muchas veces no nos gustan, pero en ocasiones, nos causan orgullo.
Como ocurre con “El Calabazo”, actual Presidente Municipal de Río Bravo, o como pasa con “El Truco”, Secretario General de Gobierno de Tamaulipas.
A ambos les llena y les va muy bien el mote.
Incluso, durante las elecciones, hay quienes piden que en la boleta aparezca el apodo en lugar del nombre de pila.
Ante el alud de peticiones para que se permitiera esa libertad, y por ejemplo, en las elecciones del 2018 los votantes pudieron escoger entre “El Terrible Morales”, “Pastelitos”, “El Cabrito”, “La Güereja”, “Tec-Mol”, “Dr. Chuma”, “La Neón”, “El Ratón” y “El Mochilas”.
Falta mucho para que en el Registro Civil podamos solicitar que cambien nuestro nombre por el de nuestro apodo para que, además, en los documentos oficiales nos podamos identificar con solo una palabra.
Esa era usanza muy común en pueblos antiguos, como el griego. A Aristóteles se le conocía como “El Estagirita”, y “Platón” en realidad no es un nombre, sino el apodo de Aristocles de Egina; a Jesús de Nazaret se le conocía como “El Cristo”, etcétera, etcétera.
En la literatura universal, “Don Quijote de la Mancha” no se llamaba así, sino que su nominativo era Alonso Quijano, y su amor platónico no era “Dulcinea del Toboso”, sino Aldonsa Lorenzo.
Ya en nuestros tiempos, los programas de televisión nos han traído pintorescos personajes a los que solo conocemos por sus apodos. Por ejemplo, nadie sabe el nombre de pila de “El Chavo del Ocho”, de “El Chómpiras” o del “Botija”.
Aunque, si hablamos de “La Chimoltrufia”, se sabe que se llamaba “María de la Expropiación Petronila”, hija de doña “Espotaverderona”.
Gracias a un capítulo, pudimos enterarnos que el nombre verdadero de “El Chapulín Colorado” era Chapulín Colrado Lane, ya que su papá, Don Pantaleón Colorado era primo de Juan Colorado, además de que, en uno de sus viajes a Metrópolis le voló la novia a Supermán y se casó con ella, con Luisa Lane.
Por todo lo anterior, tengo el propósito de presentar una iniciativa con proyecto de ley para que cada ciudadano mexicano pueda aparecer en documentos oficiales con el apodo que le dé su regalada gana.
Yo, como mis dos o tres lectores saben, soy su seguro servidor, “Pegaso”, también conocido como “Pegasiux de Petatiux”. Si usted que está leyendo este artículo apoya mi propuesta, escríbame su comentario, sin olvidarse de fírmarlo con su apodo.
Los dejo con el refrán estilo Pegaso, cortesía de “El Chapulín Colorado” que a la letra dice: “¡Toman ventaja de mi bonhomía!” (¡Se aprovechan de mi nobleza!)