Por Pegaso
Hay algo que no acaban de entender muchos funcionarios de los tres niveles de Gobierno: Son nuestros servidores, nuestros empleados, nuestros gatos.
Sus abultados sueldos y compensaciones se pagan de nuestros impuestos. Sin nosotros no serían nada.
En la vida real, cuando alguien contrata a un trabajador, sirviente, ama de casa, mucama o fámula, lo menos que espera es que obedezca sus órdenes.
Pero aquí ocurre lo contrario.
La gran mayoría de los servidores públicos, el 99.9999999%, piensan que es el ciudadano el que debe rendirles pleitesía. No conozco a un solo que esté dispuesto a obedecernos, a pesar de que somos sus patrones. Por el contrario, si quieres acercarte a ellos, se hacen pendejos o te mandan con el secretario de su secretario.
En una verdadera democracia, el pueblo decide quién será su servidor, o eufemísticamente hablando, su gobernante.
Nótese que son dos términos completamente distintos: Servidor quiere decir aquel que sirve, aquel que hace lo que se le ordena; por el contrario, gobernante quiere decir el que manda, el que tiene autoridad, el que ordena. ¿No es de lo más contradictorio? Y sin embargo, se suelen considerar esas palabras como sinónimos.
La democracia tiene también otra connotación: Son las mayorías las que eligen a sus representantes, llámense diputados, senadores, alcaldes, gobernadores o presidentes de la República.
De tal manera que en una elección, quien obtenga la mayor cantidad de votos gana.
Esto nos deja con una gran laguna legal, donde el número de personas que se abstienen puede ser mayor que la cantidad de votos que obtuvo el candidato vencedor, y entonces, sin importar el porcentaje, el funcionario es electo por la mayor minoría, lo que representa otra gran contradicción.
Y así, si un Presidente llega con 30 millones de votos y el padrón fue de 90 millones, la realidad es que sólo la tercera parte lo eligió.
Por ese motivo en otras democracias más avanzadas se utilizan métodos compensatorios, como la segunda vuelta o la votación por Estados, como ocurre en la Unión Americana.
Lo que tenemos en México es una chairocracia.
Los 30 millones de ciudadanos que votaron por el actual Gobierno… no, menos, 29 millones, 999, 999 ciudadanos (yo, Pegaso, voté por la opción de izquierda, pero ahora me arrepiento) no son la mayoría… y el país no puede seguir siendo gobernado por las minorías.
Por ese motivo el PRI se mantuvo por más de 80 años en el poder y el PAN iba por el mismo rumbo.
Lamentablemente, los mexicanos sólo tenemos una forma de elegir a nuestros gatos… perdón, a nuestros gobernantes: Las elecciones.
En democracias más avanzadas, repito, se utilizan otros instrumentos mediante los cuales se pueden quitar o poner presidentes, gobernadores, diputados, senadores y alcaldes: El plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular y la revocación de mandato.
Términos que parecen sacados de un manual de la izquierda radical, pero que en la realidad pueden ser adoptados por gobiernos democráticos, porque eso es lo que significa democracia: Demos, pueblo y kratéin, gobernar, es decir, el gobierno del pueblo.
Por eso aquí nos quedamos con el refrán estilo Pegaso: “¡En caso de que un félido doméstico perezca!” (¡Si un gato muere!)