Por Pegaso
¡Ahhh, que tiempos aquelllos cuando éramos chavos!
Andaba yo volando sobre el nuboso y caluroso cielo de Reynosa cuando vinieron a mi mente una serie de recuerdos de mi ya muy lejana infancia.
Vivía con mi familia en el populoso y bravo barrio de El Chaparral, hoy colonia Chapultepec.
Era una rutina diaria levantarse temprano, ir a la escuela, regresar, jugar con los amiguitos de la cuadra, hacer de mal humor alguno que otro mandado y por la noche ver los programas de Telerisa en un vetusto aparato de televisión en blanco y negro.
Pero eran buenos tiempos. Jugábamos en el patio de la escuela primaria Club de Leones, localizada en la calle Aldama con 16 de Septiembre. Todos esperábamos con ansias el Día del Niño porque en esa fecha llegaban las Damas Leonas, entre ellas mi madrina ya fallecida, Tinita Icaza, a entregar juguetes de plástico, los cuales hacían las delicias de los párvulos.
Recuerdo de aquella época a mis muy queridas maestras Georgina Cantú Peña, que era la Directora, la maestra Angelita, María de los Ángeles Arellano, el profe Tarquino Valencia, la maestra Laura Coronado y el maestro Luis Lauro, del cual se me borró el apellido.
Como ya dije, las tardes eran de pura diversión.
Había temporadas y de repente, salía alguien con un balero y era la temporada del balero, luego aparecía alguien con el trompo y era temporada de trompo, y así, nos pasábamos el año en aquellos sencillos pero entretenidos juegos.
A mí me encantaba el changay y la carretera, un juego que consistía en dibujar una especie de pista larga y sinuosa en el suelo, con varias trampas y obstáculos, empujando una tapa de Pomada de la Campana o Vicks Vaporub por todo el caminito, hasta llegar a la meta.
Durante la época de lluvias, nos íbamos a la escuela caminando y llegábamos al salón con los zapatos llenos de lodo.
Al salir de clases, nos íbamos al bordo del río para cortar largas varas de los jarales, mismas que utilizábamos como herramienta para lanzar bolas de barro hacia la lejanía. El que llegara más lejos la bola, ganaba.
Más adelante, durante mi adolescencia, me iba con los cuates a jugar futbol a un llano que estaba a la orilla del río.
Recuerdo de aquella época a los principales «cracs» del futbol llanero: «El Chorejas», «El Chinicas», «La Pili» (le decíamos así por su baja estatura) y «El Cagao».
Nunca descollé en el juego. Es más, no recuerdo si alguna vez metí un gol, pero aquellas cascaritas quedaron grabadas firmemente en mis más queridos recuerdos de la infancia.
En contraste, difícilmente hoy los jóvenes pueden jugar, correr o brincar. Prefieren estar sentados todo el día viendo su féis, chateando por wasap o jugando en un mundo virtual.
Antes, nuestras mamás nos llamaban para que fuéramos a un mandado y si no queríamos, inmediatamente sacaban la chancla para obligarnos, mal de nuestro grado.
Ahora, si alguna ama de casa se atreve a interrumpir las trascendentales actividades lúdicas de su vástago, se arriesga a recibir una sarta de palabras ininteligibles. La pobre mamá prefiere ir ella misma al mandado o esperarse a que llegue el viejón de la chamba.
Por eso aquí nos quedamos con el refrán estilo Pegaso que dice: «Material terroso pulverizado correspondiente a aquella sustancia de consistencia pastosa». (¡Polvo de aquellos lodos!)