Por Pegaso
PRIMER ACTO
Chester era un pastor alemán de buena pinta.
Sus padres, poseedores de un brillante pedigrí, obtuvieron reconocimientos internacionales y eran el orgullo de sus felices propietarios.
Cuando Beto lo vio en aquella jaula de alambre, puesto a la venta por el dueño de una tienda veterinaria, hubo una inmediata conexión.
El can-siendo un tierno cachorro- lo miró a los ojos y el muchacho supo desde aquel momento que sería la mascota ideal.
Beto y Chester fueron desde entonces, inseparables.
Uno dejó atrás la adolescencia y entró al período de la juventud, mientras el otro crecía rápidamente para convertirse en un magnífico ejemplar de su raza.
Todos los días, luego que Beto llegaba de la Universidad, se iban al patio trasero de la casa para jugar con una colorida pelota, o salían a pasear a la alameda, donde, invariablemente, Chester podía saborear un delicioso huieso que su amo compraba en una carnicería del rumbo.
Los fines de semana eran especiales.
Beto se preparaba desde muy temprano, se calzaba sus tenis y cargaba una mochila repleta de enseres.
Cerca se encontraban algunas montañas, hermosos valles y riachuelos que corrían ágilmente entre las rocas.
Chester y Beto gustaban de pasear por aquellos paradisíacos parajes.
En verdad que eran amigos inseparables.
Jamás hubo una relación de tanta cercanía entre un hombre y su perro. Eran-podría decirse- uno solo.
En cierta ocasión, Beto fue interceptado por unos maleantes, quienes, pistola en mano pretendían asaltarlo; la oportuna intervención de Chester salvó su cartera y posiblemente su vida.
Esa y otras acciones demostraron al joven que tenía en su mascota algo más que una simple compañía.
Ni siquiera el hecho de que Beto halló cierto día un alma gemela,-casi al terminar sus estudios- erosionó aquella relación de amistad.
Es más, la novia de su amo, Carmen, era muy gentil y lo colmaba de caricias y atenciones.
Fue una etapa muy feliz para Chester.
SEGUNDO ACTO
Llegó el momento de la boda.
Beto estaba algo nervioso y sin lugar a dudas, su perro compartía aquella inquietud, mezcla de felicidad e incertidumbre.
Una nueva vida. Una vida en común con otra persona, con una mujer que lo acompañaría por el resto de su existencia.
El día de la boda ahí estaba Chester, al lado de su amo, meneando la cola de un lado para otro y emitiendo pequeños ladridos de alegría.
Ahí estaban él y su amo, en un período crucial para ambos.
Sólo lo extrañó durante la noche de bodas. Por vez primera en muchos años el noble can dejó de recibir toda la atención de Beto y eso lo puso algo triste.
Se deslizó furtivamente al interior de su casa de madera colocada en el patio y se arremolinó en el suelo hasta quedar plácidamente dormido.
Pasaron los meses y Carmen dio señales de estar embarazada.
Era lo mejor que podía pasar. ¿Qué faltaba en al vida de Beto? Tenía un buen trabajo, una bonita casa campestre, un coche deportivo del año, una esposa hermosa y un perro fiel.
El nuevo integrante de la familia llegó por fin. Un niño rozagante, bello, de grandes ojos azules, igualitos a los de su papá.
La atención de la pareja se centró inmediatamente en el bebé.
Poco a poco, el cariño de Beto se trasladó hacia el pequeño, como es natural, y las salidas al campo con Chester se espaciaron.
Recluido en su casa, Chester era mudo testigo de la felicidad de aquel hombre, pero algo en su interior se rebelaba.
¿Por qué ahora todo era diferente?
Beto notaba el sutil cambio en el animal, sus celos perrunos, pero toda su vida giraba ahora en torno a su familia, su mujer, su hijos, y lo demás era secundario.
Cierto día, cuando el bebé dormía plácidamente en su cuna, Beto y Carmen salieron un momento al patio para preparar la parrilla donde esa misma tarde cocinarían unos jugosos bifes.
Repentinamente, escucharon el llanto desesperado del niño y Beto corrió al interior de la vivienda, seguido de su esposa.
Aún no llegaban al cuarto de la criatura, cuando vieron en el quicio de la puerta la figura imponente del pastor alemán, con el hocico y las patas llenos de roja sangre.
El hombre pensó lo peor.
Se fue rápidamente al clóset, tomó su escopeta que siempre tenía cargada, apuntó al pecho del animal y disparó a boca de jarro.
La carne de Chester se abrió dolorosamente al contacto de la bala e inmediatamente cayó al piso sin emitir un solo ruido.
Antes de morir, los ojos del can se posaron sobre los de Beto, como en aquel momento en que se vieron por vez primera.
Con l´pagrimas en los ojos, Beto se dirigió a la cuna del pequeño y lo que vio lo dejó perplejo: Sobre las blancas sábanas estaba el niño, sano y salvo… y sobre el piso, una peligrosa serpiente completamente desgarrada.