Por Pegaso
Andaba yo volando allá, sobre la plaza Hidalgo, viendo cómo se ordenaban los trabajadores que fueron evacuados de la Presidencia Municipal como parte del megasimulacro efectuado a nivel nacional para conmemorar el Día de la Protección Civil.
Una vez que terminó el evento me fui a un conocido restaurant de la calle Juárez a degustar un exquisito chile en nogada, muy típico de estas festividades patrias.
Hablando de comida, yo no le hallo el chiste, por ejemplo, al sushi, un insípido rollo de arroz envuelto en una hoja de alga. Comida tan desabrida aburre a mis muy exigentes papilas gustativas.
Sin embargo, no le hago el feo a los platillos que puede uno degustar aquí cerquita, pasando el puente internacional. En cualquier Luby’s del Valle de Texas se pueden saborear suculentas comidas a precio accesible. O en el Crazy’s, donde por unos quince dólares puede uno llenarse de mariscos a placer, como los ricos mejillones en salsa bechamel, los camarones empanizados o las costillas a la barbiquiú.
Sin embargo, no hay nada que se compare a la comida mexicana, declarada hace unos años como Patrimonio de la Humanidad.
Nótese que para describir los alimentos de origen extranjero, he utilizado palabras normales. Pero para hablar de la comida mexicana, no hay como usar diminutivos.
Y así, lo más común en la mesa de todo mexicano que se precie de serlo, es disfrutar de unos ricos frijolitos refritos con tortillas de harina, su chilito de amor a un lado y un burbujeante chesco.
Acá, en el norte, hay que degustar una machaquita de carne de caballo con huevo de granja, con un pico de gallo o salsita molcajeteada. Cuando se organizan las carnes asadas, con fajita o pollo, no falta el guacamole, las chelas bien helodias y, por supuesto, nuestra música alegre y guapachosa.
Pero, pero, pero el mole es otra cosa. Una salsa elaborada a base de chiles secos, chocolate, almendras, nueces, especias y canela que baña una suculenta pieza de pollo o de pavo, rociada con ajonjolí y acompañada con unas tortillas de maíz quemaditas a la llama.
Y el chilito en nogada, que no puede dejar de ingerirse en ésta temporada. Se tatema el chile poblano para poder quitarle la piel, se abre y se sacan las semillas, se rellena con un preparado de carne, piña y especias; se prepara una salsita blanca de nuez con la cual se baña el chile, se agregan rojas semillas de granada y su cilantrito como adorno y ¡a darle pa’adentro!
No cambiaría la comida mexicana ni por los más refinados platos gourmet de la cocina francesa o italiana.
En México, en lugar de trufas, le ponemos chile a todo. No usamos caviar, pero tenemos nuestros frijolitos negros en bola. No hay vino Chardonay a la mesa, sino una jarra de agua de horchata, jamaica o tamarindo bien fría.
¿Y qué me dicen de las deliciosas carnitas? Basta poner una pieza de este manjar de dioses en una tortillita hecha a mano para transportarnos al paraíso.
O la barbacoa de cachete, de maciza o de lengua, infaltable los domingos por la mañana.
Y si vamos a cualquiera de las taquerías que hay en cada esquina, no podemos dejar de saborear los tacos de fajita, la papa con carne, las flautitas, las gorditas rellenas de lo que sea, las sincronizadas, elaboradas con una tortilla gigante de harina y, por supuesto, el platillo típico de Reynosa: El Caldío de conejo. (Nota de la Redacción: Nuestro colaborador escribió esto último con un dejo de ironía, puesto que el caldío de conejo dejó de comerse hace como chorromil años).
No los aburro más con mis disquisiciones culinarias. Mejor quédense con el refrán estilo Pegaso que dice así: «Tal porción alimenticia iguala a una vianda de deidades». (Esto es un manjar de dioses).