Por Pegaso
El 5 de diciembre de 1953 falleció Jorge Negrete, víctima de una complicación de la hepatitis C que contrajo en su juventud. Tenía 42 años.
Dueño de una voz privilegiada, fue un fenómeno de popularidad. Antes de su ascenso al estrellato, México buscaba un símbolo de identidad nacional y lo halló en este talentoso cantante, cuya voz de barítono, educada y potente, llenaba todas las emisoras de radio entre los años cuarenta y parte de los cincuenta.
A su funeral acudieron multitudes. Ese día fue considerado luto nacional. En el panteón Jardín, de la Ciudad de México, entre las personas que lloraban su muerte estaba otro ídolo: Pedro Infante.
Estas dos grandes estrellas brillaron juntos en el firmamento mexicano por diez años, hasta que la hepatitis acabó con el “Charro Cantor”.
Hay una película considerada un clásico del cine de oro: “Dos Tipos de Cuidado” (Estrenada en 1953. Director: Ismael Rodríguez Ruelas. Protagonistas: Jorge Negrete, Pedro Infante, Carmelita González, Yolanda Varela, Carlos Orellana, José Elías Moreno, Queta Lavat y Mimí Derba). Fue la única producción en la que participaron juntos los dos grandes ídolos nacionales. Un mes después de su estreno, falleció Negrete, y el pueblo lloró su pérdida.
Sin embargo, luego del luto natural que sigue a una gran tragedia, el enorme hueco que dejó el intérprete de “Yo Soy Mexicano”, lo llenó en solitario la voz suave y aterciopelada de Pedro Infante.
Lo haría durante cuatro años más, porque en 1957 murió en un trágico accidente aéreo, en Mérida, Yucatán, a los 39 años de edad.
La escena se repitió. En el panteón Jardín, las multitudes lloraban la terrible pérdida.
El cariño que le mostró siempre el público no solo se debió a su bella voz, sino también a su simpatía personal.
En apenas cuatro años, el pueblo de México había perdido a sus más grandes intérpretes, y pocos pensaban que podría surgir otra figura que alcanzara el tamaño de estos dos gigantes de la canción.
Pero en 1955, dos años después de la muerte de Negrete y dos antes de la desaparición de Infante, un jovenzuelo triunfaba en las cantinas y restaurantes de la Ciudad de México.
Se llamaba Gabriel Siria Levario, pero el mundo lo conocería más adelante con el nombre de Javier Solís.
En cierta ocasión, cuando tomaba clases de canto en una academia, llegó hasta ese lugar el entonces famoso Pedro Infante.
Infante había tomado clases con el mismo maestro, y cuando escuchó cantar a aquel joven imberbe, comentó que con esa voz, aquel joven llegaría muy lejos, tal vez tan lejos como él mismo. Y su boca fue de profeta.
Javier Solís, en el sepelio de Pedro Infante, subió a una cripta y entonó la canción “Grito Prisionero”, uno de los éxitos recientes del “Carpintero de Guamúchil”, de quien era gran admirador.
La voz de barítono de Solís pronto alcanzó las alturas. Se dice que era una mezcla de la potencia de Jorge Negrete y la suavidad de Pedro Infante.
México lo convirtió en el nuevo ídolo, en la nueva estrella. Una estrella que también fue muy efímera, puesto que en 1966, a la edad de 35 años, falleció a consecuencia de un mal renal.
Y la historia se volvió a repetir. Nuevamente los tumultos en el panteón y el luto nacional.
Las estaciones de radio pronto empezaron a transmitir los temas alternados de estos tres grandes artistas, y así surgió el mito de las “Tres Estrellas”.
Con una única diferencia: Luego de la muerte de Javier Solís, ninguna otra figura ha logrado -hasta ahora- alcanzar la talla de Negrete, Infante y Solís.
Jamás cantaron los tres juntos y jamás compartieron una sola escena, pero México espera que la tecnología pueda hacer el milagro y nos permita escuchar por primera vez la combinación de sus portentosas voces.
Cuando yo era un Pegaso chaval, entre los ocho y los diez años, mi madre escuchaba las canciones de Pedro y Javier, así que crecí sabiéndome casi de memoria las letras de sus principales éxitos.
Fantasioso, como son todos los niños de esa edad, yo creía que mi papá era Javier Solís, por su parecido físico.
Un día, hace poco tiempo, ya con el peso de la edad sobre sus hombros-mi padre tiene ya 91 años- le conté ese secreto mío. Se sonrió y se me quedó mirando, sin decirme una sola palabra.
Sirva esta apología como un homenaje a los tres grandes ídolos de ayer, de hoy y de siempre.