Por Pegaso
Sí, ahí está Margarito.
Dentro de la pista de baile de La Quebradita, se confunde con una multitud de individuos que se contonean al ritmo de los acordes de un grupo de música tropical.
La dama que lo acompaña es un mujerón de casi un metro con ochenta centímetros, rotunda de caderas y senos, bella aún, a pesar de que su edad ronda ya en los cuarenta años.
Margarito vive para el baile.
Por la mañana y tarde es un cumplido agente vial, que acata las órdenes de sus superiores y nunca abandona su crucero, a menos-claro está-que el cuerpo se lo pida.
De vez en vez le cae algún incauto y logra obtener un ingreso extra. Por la noche, ya con unos cientos de «varos» en el bolsillo, se dirige a La Quebradita, donde ya lo esperan sus compañeros de farra.
Todas las noches sigue el mismo ritual: Llega religiosamente a las nueve de la noche, busca con la mirada a su acompañante y la invita a sentarse en una mesa.
Le retira un poco la silla y ella deposita sus ebúrneos encantos sobre el frío asiento de metal que hace un sonido característico, como quejándose por todo el peso que se le viene encima.
El grupo empieza a tocar una melodía tropicalona, sabrosa, de mucho ritmo y Margarito se levanta. Tiende la mano hacia su acompañante y esta le responde el gesto, desdoblando su kilométrico cuerpo.
Ya en la pista, Margarito no tiene igual y es un maestro para ejecutar las increíbles evoluciones que exige una buena cumbia.
Toma de la cintura a su pareja, le da vueltas como trompo chillador, la suelta y vuelven a juntarse.
La endiablada velocidad que imprime a sus pies, en completa sincronía con los sonidos musicales causan asombro entre los concurrentes y son la envidia de los otros bailadores.
Le hacen rueda y empiezan a aplaudir cuando aquel virtuoso de la pista da su cátedra de baile.
Luego de un rato, regresa a la mesa. Pide un clamato bien cargado y saluda efusivamente a los que van llegando, la mayoría conocidos.
Uno de los recién llegados lo ve con recelo porque la última vez Margarito le aplicó un multón del ocho.
-Ni modo, te pasaste un alto y además, traes aliento alcohólico,-le dijo en esa ocasión.
Sin un cinco en la bolsa para mocharse, el sujeto tuvo que recibir la boleta de infracción y pagar más tarde en la Delegación la exorbitante cantidad de 545 pesos.
Sin inmutarse por las miradas asesinas que le lanza el parroquiano, Margarito sigue con su diario ritual.
Solicita al diligente mesero una margarita para Karla-que así se llama la mujer- y este ni tardo ni perezoso le arrima una copa grande con un líquido amarillo traslúcido, acompañado con un popote y una servilleta de papel.
En las cartulinas que están pegadas sobre las paredes se anuncian las delicias de Baco y las exquisitas botanas, un verdadero regalo para el paladar: Coronita, 15 pesos; Carta, 12 pesos; Clamato, 25 pesos.
Son precios populares, la entrada es gratis y el grupo es bueno. ¿Qué más puede pedir la raza trabajadora?
Margarito se siente en su ambiente.
Toca nuevamente el grupo, ahora una rola a ritmo de salsa y vuelve a solicitar a la dama que lo acompañe a la pista.
Son las dos de la mañana y como siempre, Margarito se despide.
Sobre la pista quedan todavía algunos bailadores y en las mesas los parroquianos empiezan a tambalearse y a hacer bizcos bajo el influjo de las bebidas espirituosas.
Llega a su casa, ubicada en la colonia Del Valle, mete la llave en la cerradura y le da varias vueltas.
Se introduce sin hacer ruido.
Se quita los zapatos y los acomoda a un lado de la silla.
En la cama, su esposa se mueve sin despertarse y Margarito duerme el sueño de los justos.
Al mediodía se levanta cuando ya su esposa hizo el almuerzo y realizó algunos quehaceres del hogar.
Sus tres hijos adolescentes se han ido a la escuela y él tiene que reportarse a la Delegación para seguir con su diaria rutina, en aquel crucero de la ciudad.
-¡Pobre Margarito!-acostumbra quejarse su esposa en reuniones con sus amigas. ¡Tanto que trabaja y tan poco dinero que gana!
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