Por Pegaso
Sin necesidad de bolas de cristal, péndulos, varitas o pentagramas, ya se había dicho aquí en varias ocasiones que el virus SARS-CoV-2, causante de la enfermedad conocida como COVID-19, mutaría tarde que temprano, como lo hacen muchos de los otros virus.
En el mes de septiembre surgió en Inglaterra una nueva cepa de coronavirus, mucho más contagiosa, misma que se ha expandido rápidamente por ese país y ha llegado a otros muy alejados, como Nueva Zelanda y Australia.
No entraré en muchos detalles, pero la mayoría de los países han cerrado sus aeropuertos a vuelos procedentes de aquella nación, pero México sigue abierto. ¡Venga la nueva cepa de coronavirus, si al cabo somos bien machos!
Pero en todo esto, hay una buena noticia: Si el virus tiene capacidad de mutar, también el ingenio humano muta constantemente.
Ahora no solo hay cubrebocas para todo gusto y tamaño. Los hay blancos, negros, rojos, cafés, morados y toda la gama imaginable de colores y diseños.
Los hay de tipo cortina, de tipo concha, con válvula, sin válvula, desechables, lavables, con figuritas de Las Chicas Superpoderosas o los escudos de nuestro equipo de futbol favorito.
Las venden en las calles, en las tiendas de conveniencia y hasta en los más exclusivos almacenes. Las hay genéricas y de marca. De tela, de hule espuma y de seda china importada.
En esta temporada ya salieron las que tienen incorporados dibujos navideños, o una nariz roja como Rodolfo el Reno, o una barba como la de Santa Clós.
Es por todo eso que ya no me sorprende cuando veo en Internet o en la televisión los nuevos modelos de mascarillas.
Hasta hace poco se usaban también unas pantallas grandotas y transparentes para proteger los ojos, pero con el paso de los meses ya no son tan cool y están en desuso.
Ahora lo nuevo, lo nuevo, son las mascarillas de plástico transparente, que nos permiten ven la sonrisa de los demás.
Algunas avispadas empresas ya empezaron a comercializarlas, como la marca llamada Cleanshield (escudo claro, en español), que consiste en una especie de concha de plástico que trae unas “patas” como de lentes para la vista, que se ajustan a las orejas cómodamente.
La publicidad sugiere que en otras partes del mundo, como Europa o los Estados Unidos, este tipo de mascarilla está seduciendo a miles de usuarios, al reemplazar las sofocantes mascarillas de tela.
La empresa que los produce garantiza que no se empañan, que previene la difusión de las pequeñas gotas de saliva que emitimos al hablar, llamadas “gotitas de Fluge”, que son fáciles de usar y son amigables con el medio ambiente, que son confortables, que son fáciles de lavar, que tienen una buena ventilación y que además, nos permiten socializar con los demás, al mostrar nuestra sonrisa Colgate.
Eso suena maravilloso en los comerciales. Pero, ¿a poco nos gustaría ver una de esas mascarillas en nuestro botijón, chaparro, prieto y chimuelo vecino?
¿O cuando nos encontremos con algún cuate y traiga un pellejo de frijol entre los dientes, mientras sonríe amigablemente detrás de su cubrebocas transparente?
Como dije líneas arriba, el ingenio de las personas también muta y también se adapta a las nuevas circunstancias. Hay personas que ven un nicho de oportunidad y lo aprovechan al máximo.
No sé qué tanto lleguen a popularizarse las dichosas mascarillas de plástico, lo que sí sé es que no falta aquel o aquella que siempre están a la caza de novedades y pronto nos vendrán a apantallar al resto de los infelices mortales que todavía andaremos con nuestros cubrebocas a los que hemos lavado ya más de cien veces.
Tampoco sería extraño que dentro de poco, alguien saque un casco completo que nos hará ver como si fuéramos astronautas explorando un planeta hostil.
Por lo pronto, nos quedamos con el refrán estilo Pegaso que dice: “A la tendencia, quien mejor se adapta”. (A la moda, el que le acomoda).