Por Pegaso
Descansando en mi búnker, luego de mi vuelo matutino, me puse a escuchar aquella canción de Joan Sebastian dedicada a Maribel Guardia que dice: «Tatuajes de tus besos llevo en todo mi cuerpo/ tatuado sobre el tiempo/ el tiempo que te conocí./ Se me hizo vicio ver tus ojos/ respirar tu aliento,/ me voy pero te llevo dentro de mí.»
Eso me hizo recordar que no sólo los hombres, sino también cada vez más mujeres se pintarrajean las manos, los hombros, los tobillos, las pompas y todo donde se pueda estampar un tatuaje. Y mientras más feo, mejor.
Parado fuera de una casa de empeño que se ubica sobre la avenida Colón, en el Centro de la Ciudad, me puse a contar las personas que traían tatuajes visibles.
No les miento: Dos de cada diez traían alguna especie de dibujo grabado en el cuello, brazos y piernas.
La sorpresa que me llevé es que eran más mujeres que hombres. Y no sólo jovencitas. La mayor parte de las tatuadas que pasaban frente a mí eran treintonas o cuarentonas.
Alguna que otra jovencilla traía algún corazón o un nombre masculino, pero eran las menos.
Así, pues, en ese rincón de Reynosa donde acuden muchas personas a empeñar sus cacharros o a tomar la pesera, el número de tatuajes que pude ver fue relativamente alto.
Eso demuestra también que son las clases bajas las que más se tatúan, porque inmediatamente después me puse a hacer lo mismo entre los hombres y mujeres participantes en la Cabalgata de la Fundación, que se supone son de clase media alta y alta, y no ví ningún dibujo sobre sus blancas pieles.
Alguien me dijo alguna vez: «¿No te gustan los tatuajes?¿Por qué no te haces uno?»
Y yo le contesté: «Bueno, ¿le pondrías una calcomanía a un Ferrari?» Y ya no me dijo nada.
Aparte de lo feo que se ve un tatuaje en el cuerpo humano, es peligroso someterse a los miles de pequeños piquetes que se hacen en la epidermis para incrustar el colorante.
En ocasiones el operador no tiene la precaución de esterilizar los instrumentos con homoclave y solamente los limpia con alcohol, lo que no garantiza que estén completamente libres de patógenos.
Como dije, ya no son los reos, los convictos los que se hacen tatuajes.
Hubo un momento de rebeldía en la sociedad norteamericana donde incluso las chavitas y chavitos de de la alta sociedad de quince o dieciséis años se mandaban hacer sus corazoncitos, sus palomitas u ositos, como algo que estaba a la moda.
Todavía a la fecha uno va a la Plaza Mall o a la Isla del Padre y ve a las güercas y güercos tatuados hasta en la lengua.
Sin embargo, lo que ocurre en Reynosa y en México es al revés.
Aquí es el infeliciaje, la perrada la que se tatúa. ¿Por qué?
Yo tengo una teoría. La novia del malosillo del barrio ve a su galán como un modelo a seguir, y ese modelo se ha tatuado los brazos, los cachetes y el cuello con todo tipo de mensajes, casi casi como los Mara Salvatrucha.
La mamá del radiero también le entra a la onda, los primos, los hermanos y todo el bajo mundo parece que gusta de estos bizarros adornos corporales.
Es como dar un sí a la narcocultura.
Si a alguien se le ocurriera hacer un estudio serio, encontraría que es en los barrios bajos, en un ambiente completamente criminógeno donde más abundan las personas tatuadas, hombres y mujeres.
Mi consejo es no confíar en los tatuados porque el mensaje que transmiten es: «Yo pertenezco/yo simpatizo con los delincuentes».
Y aquí los dejo con el refrán estilo Pegaso: «Proporcióname información acerca del individuo con el cual sueles departir y podré dictaminar qué tipo de personalidad posees». (Dime con quién andas y te diré quién eres).