Por Pegaso
Antes, como que éramos más felices.
De chavos no nos preocupaba nada más que intentar sacar buenas calificaciones en la escuela, hacer las tareas y tener tiempo suficiente para ir con los cuates a echar una cascarita.
De pronto, mientras más entrado estaba uno en la calle jugando a las canicas o al trompo, nuestras mamacitas nos gritaban a todo pulmón, y teníamos que acudir a güevo, porque si no, nos aplicaba la chancla voladora.
“Ve a la tienda de Don Félix y le pides un kilo de frijoles, un kilo de tortillas y un litro de leche. Dile que te lo apunte en la cuenta”,-decía nuestra sufrida y abnegada progenitora.
Y luego, cuando el viejón rayaba, todo se iba en pagar la cuentota de la tienda, así que no quedaba para otro tipo de diversiones.
En el barrio había temporadas. De pronto, era temporada de trompo, luego de balero, de canicas y de tronadores.
En temporada de tronadores, también conocidos como traka-traka, nomás se oía el sonido característico en varias cuadras a la redonda. Yo me ponía unos buenos bolazos en las manos porque para lograr un buen ritmo se necesitaba harta pericia.
En navidad, se tronaban cuetes, petardos y palomas.
Desde entonces había retos virales. Por ejemplo, en cierta ocasión se trataba de ver quién era tan macho que podía sostener un cuete de “El Gato” en la mano y soportar el estallido.
A mí me tocó cumplir con el reto. Tomé el maldito artilugio, alguien lo encendió y lo sostuve con firmeza. Tras la explosión, me quedaron los dedos doliendo por un buen rato.
En época de lluvias era temporada de ir al bordo, tomar una vara larga de huizache, colocar una bola de lodo en la punta y lanzar el proyectil lo más lejos posible.
Nuestra niñez y juventud la pasamos entre un juego y otro. No había cable, no había Internet ni redes sociales, así que teníamos que ajustarnos a lo que había.
Por las tardes y noches, quienes no teníamos televisión pagábamos un tostón para que una vecina nos permitiera ver El Chavo del Ocho por la ventana.
Eran los tiempos de los conjuntos tropicales. Rigo Tovar cantaba: “A orillas del río Bravo/hay una linda región/con un pueblito que llevo/muy dentro del corazón”. Vicente Fernández se popularizaba con “La Ley del Monte” y Juanga apenas se perfilaba como la gran estrella que llegaría a ser durante las siguientes décadas.
Como yo vivía cerca del río, algunas veces nos íbamos a nadar y a echar clavados. En cierta ocasión, uno de mis cuates agarró correntía desde lo alto de un promontorio y se aventó de clavado, con tan mala suerte que iba pasando un tronco de mezquite y se partió la cabeza.
Salió del agua bañado en sangre.
Hay mil anécdotas de nuestros tiempos mozos. En cierta ocasión hubo un incendio en la refinería. Mis padres, y el resto de los vecinos de la colonia, a pesar de estar distantes varios kilómetros, salieron de la casa y nos fuimos al bordo, desde donde se veía la explosión de las botellas del complejo.
Cuando llovía a cántaros, o cuando pegaba la “cola” de algún huracán, venían las crecientes del río.
En la parte más baja de la colonia, entre las últimas casas y el bordo, lo que hoy es un tramo del libramiento Echeverría, se formaba una laguna muy grande.
El cuerpo de agua se llenaba de batracios y libélulas, así que, con mi resortera, me dedicaba a cazar cuanta rana o infeliz pajarillo se ponía en la mira de mi arma.
Son tiempos que se fueron y no volverán.
Por eso nos quedamos con el refrán estilo Pegaso, cortesía de Eros Ramazotti que a la letra dice: “La añoranza me sostendrá con dicho cepo edulcorado y ácido para el órgano que distribuye el fluido sanguíneo a los tejidos corporales”. (La nostalgia me atrapará con esa trampa agridulce para el corazón).