Por Pegaso
Termina un año y comienza otro.
Es, como decía Nietzsche, la necesidad del eterno retorno. Vivir de nuevo lo vivido. Y hacerlo además, de la mejor manera posible.
Esa es la vacuidad de la vida que transcurre más rápido cuanto más viejo eres.
Andaba yo volando allá, sobre la estratósfera, y vinieron a mi mente esas y otras reflexiones filosóficas.
Como en la Insoportable Levedad del Ser (L’insostenibile leggerezza dell’essere, autor, Milan Kundera, fecha de publicación, 1984), cada uno de nosotros tenemos conflictos existenciales. Hay quienes los enfrentan con éxito y hay quienes fracasan al enfrentarlos, y entonces su vida se vuelve un infierno.
Fin de año es tiempo de reflexiones. ¿Qué he hecho?¿Qué me falta por hacer?¿Dónde estoy bien y dónde estoy mal?¿Cuáles serán mis prioridades en lo que resta de mi vida?
Nociones filosóficas que nos vienen a la mente de manera irremediable cuando está por terminar un ciclo y comenzar otro.
No importa si eres un erudito, si tienes varias maestrías y doctorados o si eres un peladito de barrio. Todos los años, en esta época, nos entra la crisis existencial. Claro, con algunas diferencias.
Por ejemplo, Carlos Slim sólo se va a preocupar dónde poner toda la lana que gana; los políticos estarán pensando cómo seguir robando sin que el Pejidente se dé cuenta y los delincuentes buscarán la manera de que sus abuelitas no los regañen.
Hay otro concepto filosófico que tuvo fuerte influencia en mi modo de pensar en los últimos meses: La banalidad del mal.
Nos hemos vuelto tan insensibles a todo lo que pasa a nuestro alrededor, que un malandrín puede llegar a plena luz del día a la fila del puente internacional, escoger a la víctima que desee, golpearla y hasta asesinarla, mientras que las personas que están cerca de la escena prefieren voltear para otro lado, chiflar disimuladamente y hacer como que no ocurrió nada.
¡Ahhhh! Pero cuando nos pasa a nosotros, ponemos el grito en el cielo, reclamamos la indiferencia de los demás y hasta nos volvemos activistas de los derechos humanos.
Hacer que el mal sea visto como una banalidad es, a mi juicio, el mayor éxito de la delincuencia organizada o desorganizada. A nadie le importa lo que pasa. Todos somos en cierto sentido, cómplices, y nos vale un sorbete. Esa es la esencia de lo banal. O, como lo definen algunos lingüistas: Es lo cotidiano, lo que no sale de lo común y por ello resulta vulgar y escasamente interesante. En términos prácticos, es todo aquello que ocurre sin que le demos importancia.
Termino mi colaboración de hoy con el banal refrán estilo Pegaso: “¿A qué sitio geográfico te diriges, donde poseas plusvalía?” (¿A dónde vas, que más valgas?)