Por Pegaso
Lorenzo Quintero, el más letal pistolero de aquel pueblito de Sonora gustaba de alardear antes de vaciar su pistola Colt 45 sobre el pecho de sus enemigos.
Su fama llegó, incluso, a los más recónditos lugares del viejo oeste norteamericano. Era el año 1885.
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En el pueblo vivía una flor del desierto llamada Lucy, de la cual Quintero está perdidamente enamorado.
Su padre, el banquero, no quería que su hija se relacionara con sujetos que no estaban a la altura de su alcurnia y la mantenía encerrada a piedra y lodo.
Todas las noches, a eso de las 10:00 Hs., Lorenzo Quintero pasaba frente a la residencia del magnate a lomo de su caballo retinto. Los dos guardias que cuidaban la puerta principal se ponían en alerta, viéndolo alejarse al paso lento de su cabalgadura.
La única ocasión que tenía de ver a su amada era cuando ésta iba a misa los domingos. Desde lejecitos la veía, envuelta en un brillante rebozo, custodiada por una fiera sirvienta.
En un descuido de ésta, Lorenzo logró hablarle en voz baja y ésta volteó, sorprendida, pero a la vez alegre.
-Lucecita, aquí estoy,-le dijo.
-Lorenzo, ¿qué haces aquí? ¿No sabes que los hombres de mi padre andan cerca?
-Me importa poco. Lo más importante para mí es saber que estás bien, que también me amas y que sigues en tu palabra de fugarte conmigo.
-Ya hablamos de eso… Tú bien sabes que también te quiero, pero todo nos separa. Mi padre no dejará que te acerques y aquí, amor mío, corres un gran peligro. ¡Vete pronto, que ahí viene mi nana! Si te ve dará la voz de alarma.
-No me preocupan los asesinos de tu padre. Ya me he despachado a algunos de ellos. Tú sabes, además, que soy uno de los pistoleros más rápidos y…
-¡Vete, vete pronto!
Lorenzo Quintero se escurrió entre bultos de chiles y mazorcas, mientras la matrona apuraba a la bella Lucy para que ésta se subiera a la carroza.
-¡Vamos, niña! Ya es muy tarde.
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-¿Listo?
-¡Listo!
Suenan los disparos y un cuerpo cae pesadamente. Marcelo Cornejo manchó con su sangre la tierra y sus ojos quedaron en blanco.
-Un enemigo menos,-dijo para sí mismo Lorenzo Quintero y, displicentemente, enfundó su Colt 45.
La gente lo miraba.
Lo admiraba.
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-¿Qué te pasa?-le preguntó Juan Díaz, un caporal del rancho El Lobo, muy amigo suyo- te veo muy apachurrado, hermano.
Lorenzo Quintero levantó el vaso con tequila a la altura de sus ojos y dijo melancólicamente:
-¡Ya no aguanto más, Juanito! Me muero de la ansiedad. Hace dos semanas que no sé de Lucy. ¿Qué pasaría?
-Pues no quería decírtelo, Lencho, pero se dice que Lucy ha decidido olvidarte porque cree que lo de ustedes es un amor imposible.
-Estoy dispuesto a entrar a su casa y llevármela a la fuerza, si es necesario…
-¡Cálmate, cálmate! Mira, Don Gonzalo ha mandado traer más hombres. Sé de tu rapidez con el revólver y posiblemente puedas mandar al infierno a tres o cuatro antes de que entre en tu cuerpo la primera bala, pero no te precipites y piensa bien lo que vas a hacer.
-¡Pero la amo, y sé que ella me ama…!
-De eso no hay duda, Lencho, pero las cosas no favorecen ese amor. Mira, la otra vez pude platicar con la nana y me dijo que su padre la va a enviar a un lugar muy lejano, más allá del mar, a España, donde la internará en un convento.
-¡¿Porqué demonios no me lo habías dicho?! ¿Cuándo se va?
-Pos…, pos…
-¿Pos qué, Juan? ¿Ya se fue? Maldito seas. ¿Cómo pudiste hacerme eso?
-Discúlpame, hermano. En serio quería decírtelo, pero temí que murieras al querer verla por última vez. Ahorita ya debe estar en el barco. ¡Perdóname, yo sólo quería protegerte!
-¿No sabes que para mí hubiera sido preferible morir antes de perderla? Me has decepcionado… ¡Vete, antes de que tome mi pistola y te mate como a un perro!
Juan Díaz se fue apuradamente, tropezando con un barril que estaba cerca de la mesa.
-¡Cantinero, sírveme más tequila!
-¡Sí, señor!
Lorenzo bebió una botella tras otra y queda finalmente ahí, con el rostro sobre la mesa, sobre un charco de alcohol y lágrimas.
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Pasaron los días.
Lorenzo se convirtió en un guiñapo. Sin esperanza de ver a su amada, mitigaba las penas en el alcohol y la música. El pequeño grupo musical arrancaba melancólicas notas de la guitarra y la trompeta con sordina. El gunman lloró su desgracia.
En un rincón de la cantina, un sujeto de rostro duro lo miró con pena.
Las canciones y los tragos se sucedían y sus manos temblaban al llevarse el vaso a la boca.
Aquel hombre tan temido por unos y admirado por otros, era ahora sólo una sombra de lo que fue.
Consumido por el dolor, no se dio cuenta de lo que ocurría en su derredor, y los días y las noches se sucedían rápidamente.
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-¡Vamos, Lencho, levántate!-lo apuró su amigo, al mirarlo tirado a media calle.
Escuchó en su cabeza aquella voz familiar y logró levantar pesadamente la vista.
-¿Tú, maldito traidor? Te dije que te iba a matar como a un perro. ¡Vamos, saca tu arma!
Pero Lorenzo no alcanzó a hacer aquel movimiento. Ahogado por el alcohol, volvió a
caer a la tierra, levantando una nubecilla de polvo.
Su fiel amigo, lo cargó pesadamente y lo montó en su caballo como si fuera un costal de papas.
Lo llevó a su casa y lo acostó en el catre.
-¡Pobre amigo! ¿Cómo le diré que su amada Lucy murió en el naufragio?
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Era tarde cuando Lorenzo Quintero logró abrir los ojos. La luz del atardecer le lastimaba las retinas.
Se levantó penosamente y se enjugó la cara frente a un espejo cochambroso. Tomó algunos bocados de un frugal alimento que le dejó su amigo en la mesa y se puso una camisa limpia para salir… a seguir tomando licor.
Su rostro reflejaba el cansancio, pero Lorenzo está decidido a acabar su vida en aquel antro.
Juan Díaz se acercó con cautela, al ver el lastimoso estado de su amigo. Aún entre la bruma de la borrachera anterior, hizo el intento de sacar su Colt, pero su amigo lo detuvo.
-No cometas una locura, Lencho. Tú no eres un asesino. Sólo quiero decirte que siento tu dolor, sé cómo te tientes, hermano. Pero quiero decirte algo más grave…
-¿Qué puede ser más grave? Se fue el amor de mi vida. Se olvidó de sus promesas. Me dejó por ser un maldito pistolero. Ahora sólo quiero morir. Déjame en paz.
-Es que no sabes, Lencho. El barco en el que iba Lucy se hundió y todos murieron ahogados…
-¡¡¡Noooooooo!!!
El grito desgarrador de Quintero rompió el silencio del pueblo, mientras azotaba su sombrero y montaba en su caballo para salir precipitadamente hacia el desierto.
A la sombra de un porche, el sujeto de rostro torvo lo miró marcharse, moviendo la cabeza de un lado a otro.
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-¡Lorenzo Quintero!-se oyó un grito enérgico en la calle, frente a la cantina.
Los parroquianos miraron por la ventana y vieron la figura grotesca, parada en medio de la calle.
-¡Lorenzo Quintero! ¡Vengo a matarte! Sal y pelea como los hombres.
-¿Quién me llama?¿Quién es?-preguntó.
-Un tipo que se ve muy enojado,-le contestó su amigo. Creo que te está retando a un duelo. Pero no vas a ir, ¿verdad? No estás en condiciones de pelear. ¡Mira cómo te tiemblan las manos!
Lorenzo no le hizo caso y salió trastabillando. La Colt 45 asomaba en la funda y su mano la acarició temblorosa.
-¡Lencho! ¿Qué estás haciendo? El es «El Alacrán» Cornejo, el pistolero más rápido del Oeste. Es hermano de Marcelo Cornejo, el tipo al que mataste hace dos meses. ¿No te acuerdas de él?
-¡Hazte a un lado, idiota!¡Quítate!
-¡Lorenzo Quintero!-gritó de nuevo el «El Alacrán» Cornejo.
Le prometí a mi madre que mataría al asesino de su hijo y voy a cumplir la promesa. Sé que Marcelo se lo merecía porque era un estúpido, pero promesas son promesas.
-Fue un duelo limpio. Hubo muchos testigos…
-Sí, claro. Yo sé que tú nunca has asesinado a sangre fría; y en cierto sentido me identifico contigo. Te he visto emborracharte por una mujer, y no dejo de pensar en lo cruel que puede ser el destino.
-¿Qué te importa a tí?
-Nada. Pero siempre es triste ver llorar a un hombre, ahogado por las penas. Quiero que sepas que me simpatizas y que siento pena por ti. ¿Estás listo para el duelo?
-¡Claro que sí! No serás el primero ni en último en caer bajo mis balas.
-Pero, Lorenzo,-le insistió su amigo. No tienes oportunidad frente al «Alacrán». Ha matado a muchos más hombres que tú, además, estás borracho…
-¡Quítate, Juan! ¡Hazte a un lado!
Se colocó frente a su enemigo.
«El Alacrán» masculló entre dientes: «Una promesa es una promesa…»
Una fracción de segundo después, su ágil mano llegó al revólver, desenfundó, disparó y la bala dio justo en el corazón. Los ojos de Lorenzo Quintero se abrieron como platos y cayó pesadamente al suelo.
Juan Díaz corrió hacia él. En el rostro de Lorenzo había un rictus de dolor que poco a poco iba cambiando por otro de quietud, y hasta de felicidad.
Su fiel amigo tomó su mano derecha y observó que estaba firmemente agarrada a la cacha de su pistola, con el broche aún puesto.
Lorenzo nunca tuvo la intención de desenfundar.